miércoles, 28 de mayo de 2008

El desierto y Borges

Los dos reyes y los dos laberintos
[Cuento. Texto completo]
Jorge Luis Borges

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mando a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.
FIN

La selva

A LA DERIVA
[CUENTO. TEXTO COMPLETO]
HORACIO QUIROGA


El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
FIN

El big bang

Todo en un punto
Del libro Las cosmicómicas de Italo Calvino
Con arreglo a los cálculos iniciados por Edwin P. Hubble sobre la velocidad del alejamiento de las galaxias, se puede establecer el momento en que toda la materia del universo estaba concentrada en un solo punto, antes de empezar a expandirse en el espacio.
Naturalmente que estábamos todos allí –dijo el viejo Qfwfq-, ¿y dónde íbamos a estar, si no? Que pudiese haber espacio, nadie lo sabía todavía. Y el tiempo, ídem: ¿qué quieren que hiciéramos con el tiempo, allí apretados como sardinas?
He dicho “apretados como sardinas” por usar una imagen literaria: en realidad no había espacio, ni siquiera para estar apretados. Cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único que era aquel donde estábamos todos. En una palabra, ni siquiera nos molestábamos, salvo en lo que se refiere al carácter, porque, cuando no hay espacio, tener siempre montado en las narices a un antipático como el señor Pbert Pberd es de la más cargante.
¿Cuántos éramos? Bueno, nunca pude saberlo, ni siquiera aproximadamente. Para contar hay que poder separarse por lo menos un poquito uno de otro, y nosotros ocupábamos todos el mismo punto. Contrariamente a lo que podría parecer, no era una situación que favoreciese la sociabilidad; sé que por ejemplo en otras épocas los vecinos se frecuentan; allí, en cambio, como todos éramos vecinos, no había siquiera un buenos días ni un buenas noches.
Cada uno terminaba por tener trato solamente con un número restringido de conocidos. Los que yo recuerdo son sobre todo la señora Phi(i)Nk0, su amigo De XuaeauX, una familia de emigrados, los Z’zu, y el señor Pbert Pberd que he nombrado. Estaba también la mujer de la limpieza –“adscripta a la manutención” la llamaban-, una sola para todo el universo dado lo reducido del ambiente. A decir verdad, no tenía nada que hacer en todo el día, ni siquiera quitar el polvo –dentro de un punto no puede entrar ni un granito de polvo- y se desahogaba en continuos chismes y lamentos.
Con estos que he nombrado ya hubiera habido supernumerarios; añada, además, las cosas que debíamos tener allí amontonadas: todo el material que después serviría para formar el universo, desmontado y concentrado de manera que no conseguías distinguir lo que después pasaría a formar parte de la astronomía (como la nebulosa de Andrómeda), de lo que estaba destinado a la geografía (por ejemplo, los Vosgos) o a la química (como ciertos isótopos del berilio). Además, se tropezaba siempre con los trastos de la familia Z’zu, catres, colchones, cestas: estos Z’zu, si uno se descuidaba, con la excusa de que eran una familia numerosa hacían como si no hubiera más que ellos en el mundo, pretendían incluso tender cuerdas a través del punto para poner a secar la ropa.
Pero también los otros tenían su parte de culpa con los Z’zu, empezando por la calificación de “emigrados” basada en el supuesto de que mientras los demás estaban allí desde antes, ellos habían venido después. Me parece evidente que éste era un prejuicio infundado, pues no existía ni un antes ni un después ni otro lugar de donde emigrar, pero había quien sostenía que el concepto de “emigrado” podía entenderse al estado puro, es decir, independientemente del espacio y del tiempo.
Era una mentalidad, confesémoslo, limitada, la que teníamos entonces, mezquina. Culpa del ambiente en que nos habíamos formado. Una mentalidad que se ha mantenido en el fondo de todos nosotros; fíjense: sigue asomando todavía hoy, cuando por casualidad dos de nosotros se encuentran –en la parada del ómnibus, en un cine, en un congreso internacional de dentistas- y se ponen a recordar aquellos tiempos. Nos saludamos –a veces es alguien que me reconoce, a veces yo reconozco a alguien- y de pronto empezamos a preguntar por éste y por aquel (aunque cada uno recuerde sólo a algunos de los que recuerda al otro) y así se reanudan las disputas de una época, las maldades, las difamaciones. Hasta que se nombra a la señora Phi(i)Nk0 –todas las conversaciones van a parar siempre allí- y entonces de golpe se dejan de lado las mezquindades y uno se siente como elevado por un enternecimiento beatífico y generoso. La señora Phi(i)Nk0, la única que ninguno de nosotros ha olvidado y que todos añoramos. ¿Dónde ha ido a parar? Hace tiempo que he dejado de buscarla: la señora Phi(i)Nk0, su pecho, sus caderas, su batón anaranjado, no la encontraremos más, ni en este sistema de galaxias ni en otro.
Que quede bien claro, a mí la teoría de que el universo, después de haber alcanzado un grado extremo de enrarecimiento, volverá a condensarse y que, por lo tanto, nos tocará encontrarnos en aquel punto para recomenzar, después, nunca me ha convencido. Y, sin embargo, son tantos los que cuentan solamente con eso, los que siguen haciendo proyectos para cuando estemos todos de nuevo allí. El mes pasado entro en el café de aquí de la esquina, y ¿a quién veo? Al señor Pbert Pberd. -¿Qué cuenta de bueno?¿Qué anda haciendo por aquí? – Me entero de que tiene una representación de material plástico de Pavia. Está tal cual, con su diente de oro y los tirantes floreados. –Cuando volvamos allá –me dice en voz baja- habrá que fijarse para que esta vez cierta gente quede afuera…Usted me entiende: esos Z’zu…
Hubiera querido contestarle que esta conversación ya se la he escuchado a más de uno, con el añadido: “Usted me entiende…el señor Pbert Pberd…”
Para no dejarme arrastrar por la pendiente, me apresuré a decir: -Y a la señora Phi(i)Nk0, ¿cree que la encontraremos?
-Ah, sí… A ella sí… -dijo enrojeciendo.
El gran secreto de la señora Phi(k)Nk0 es que nunca ha provocado celos entre nosotros. Ni tampoco chismes. Que se acostaba con su amigo, el señor De XuaeauX, era sabido. Pero en un punto, si hay una cama, ocupa todo el punto; por lo tanto, no se trata de acostarse, sino de estar en la cama, porque todo el que está en el punto está también en la cama. Por consiguiente, era inevitable que ella se acostara también con cada uno de nosotros. Si hubiera sido otra persona, quién sabe cuántas cosas se habría dicho a sus espaldas. La mujer de la limpieza estaba siempre dando rienda suelta a la malidecencia, y los otros no se hacían rogar para imitarla. De los Z’zu, para no variar, las cosas horribles que había que oir: padre hijas hermanos hermanas madres tías, no había insinuación retorcida que los parara. Con ella, en cambio, era distinto: la felicidad que me venía de la señora Phi(i)Nk0 era al mismo tiempo la de esconderme yo puntiforme en ella, y la de protegerla a ella puntiforme en mí, era contemplación viciosa (dada la promiscuidad del converger puntiforme de todos en ella) y al mismo tiempo casta (dada la impenetrabilidad puntiforme de ella). En una palabra, ¿qué más podía pedir?
Y todo esto, así como era cierto para mí, valía también para cada uno de los otros. Y para ella: contenía y era contenida con la misma alegría, y nos acogía y amaba y habitaba a todos por igual.
Estábamos tan bien todos juntos, tan bien, que algo extraordinario tenía que suceder. Bastó que en cierto momento ella dijese: -¡Muchachos, si tuviera un poco de espacio, cómo me gustaría amasarles unos tallarines! –Y en aquel momento todos pensamos en el espacio que hubieran ocupado los redondos brazos de ella moviéndose adelante y atrás con el rodillo sobre la lámina de masa, el pecho de ella bajando lentamente sobre el gran montón de harina y huevos que llenaba la ancha tabla de amasar mientras sus brazos amasaban, amasaban, blancos y untados de aceite hasta el codo; pensamos en el espacio que hubiera ocupado la harina, y el trigo para hacer la harina, y los campos para cultivar el trigo, y las montañas de las que bajaba el agua para regar los campos, y los pastos para los rebaños de terneras que darían la carne para la salsa; en el espacio que sería necesario para que el Sol llegase con sus rayos a madurar el trigo; en el espacio para que de las nubes de gases estelares el Sol se condensara y ardiera; en la cantidad de estrellas y galaxias y aglomeraciones galácticas en fuga por el espacio que serían necesarias para tener suspendida cada galaxia, cada nebulosa, cada sol, cada planeta, y en el mismo momento de pensarlo ese espacio infatigablemente se formaba, en el mismo momento en que la señora Phi(i)Nk0 pronunciaba sus palabras:
-…los tallarines, ¡eh, muchachos!-; el punto que la contenía a ella y a todos nosotros se expandía en una irradiación de distancias de años-luz y siglos-luz y millones de milenios-luz, y nosotros lanzados a las cuatro puntas del Universo (el señor Pbart Pbard hasta Pavia), y ella disuelta en no sé qué especie de energía luz calor, ella, la señora Phi(i)Pk0, la que en medio de nuestro cerrado mundo mezquino había sido capaz de un impulso generoso, el primer “¡Muchachos, qué tallarines les serviría!”, un verdadero impulso de amor general, dando comienzo a la vez al concepto de espacio y al espacio propiamente dicho, y al tiempo, y a la gravitación universal, y al universo gravitante, haciendo posibles millones de soles, y de planetas, y de campos de trigo, y de señoras Phi(i)Nk0 dispersas por los continentes de los planetas que amasan con los brazos untados y generosos y enharinados y desde aquel momento perdida y nosotros llorándola.